sábado, 12 de marzo de 2011

El abuelo potoco

El abuelo potoco (sobrenombre homónimo a potoca que era la abuela) fue apagándose lentamente por un cáncer que hizo estragos al propagarse por todo su erguido cuerpo. Flaco, fachero, gringo y buen tipo lo recuerdo, no quiso que ninguna de sus mujeres lo afeite, bañe o vista. Fui a vivir a la casa de mis abuelos porque era el único hombre de la familia en la ciudad, el único al que él le permitiría acceder a sus más íntimos secretos. Recuerdo que abandonó su cama matrimonial para siempre (no lo sabía entonces) y nos mudamos a la pieza de los juguetes, donde había dos camas simples, una para cada uno. Pronto una cama de hospital remplazó la suya, no la mía.

Mi abuelo era un médico conocido en su época, había sido médico de la cárcel de Coronda y el doctor del pueblo por supuesto, luego atendió un breve lapso en la ciudad de Santa Fe y siguió asistiendo a la familia hasta los últimos días. Así que, imaginen ustedes, de estas cosas sabía más que el joven doctor que lo atendía, controló la situación estratégicamente a su gusto y piacere.

Postrado en su cama, combatiendo los intensos dolores que lo asediaban hizo caso omiso a todas las indicaciones del doctorcito y se salió con la suya durante largo tiempo. Me daba pena aquel hombre, llegaba con sus indicaciones celestiales, tono soberbio e intimidante y luego era sometido a pacientes interrogatorios del abuelo, que lo hacían explicar la teoría de sus diagnósticos y recetas como si fuera un examen universitario, para forzarlo luego a cambiar recetas y diagnósticos.

Cansado de ser continuamente manipulado por este viejo biscacha, citó a una reunión secreta de la que participamos la abuela potoca, mamá, la tía Bettina y yo. Estas reuniones se formalizaron para establecer estrategias tendientes a combatir los caprichos del viejo médico.

Recuerdo en especial un hermoso día soleado, recuerdo que una suave briza golpeaba mi cara en el jardín trasero de la casa de mis abuelos cuando sonó el timbre, se escuchaba perfecto gracias a un segundo portero ubicado en el cuarto principal que poseía una puerta ventana a dicho patio. El otro portero estaba lógicamente en la cocina al frente de la casa, una ingeniería del viejo médico, alguien atendió en la cocina y yo corrí al cuarto de los juguetes. Aquel día el abuelo estaba especialmente dolorido, así habían sido sus tres días anteriores según recuerdo, el doctorcito fue directamente al cuarto de los juguetes y le anunció que debía comenzar a suministrar morfina. Le siguieron pacientes interrogatorios y extensas explicaciones que se repitieron día a día y la morfina no se aplicaba, los dolores se intensificaban, pero el viejo no cedía.

En el comité no se discutía otra cosa, yo no entendía sus negativas pero intuía la gravedad del caso, un día el doctorcito llegó resignado y el abuelo le dijo, comencemos con la morfina, es tiempo.

El primer día que lo vi muerto dos cosas me sorprendieron, recuerdo que la tía Bettina le recriminó al médico que no le haya advertido la gravedad del estado del abuelo (lo amaba demasiado) y la otra es que me di cuenta que el abuelo jamás osó llenarme de consejos trascendentales, sabía que se iba y fui testigo de su silencio.

8 comentarios:

  1. lo primero que se me ocurrio fue ....


    esta todo dicho.NO?

    ResponderEliminar
  2. Si, esta todo dicho y hecho, diría yo. Gracias por el comentario!

    ResponderEliminar
  3. Hay sabiduría que solo se puede transmitir con una mirada o con un silencio.. y si la sabes comprender, sabrás transmitirla, quizás esa, sea la mejor herencia.

    ResponderEliminar
  4. Dejo que las cosas terminen naturalmente y talvez ese es un aprendizaje a tomar.

    ResponderEliminar
  5. Mechi linda reflección gracias por el comentario dan ganas de continuar...un abrazo

    ResponderEliminar
  6. Lucas me encantan tus cuentos. Con algunos me haces reir y con otros llorar.

    ResponderEliminar
  7. euge es mi premio, mi ambición... gracias por comentar

    ResponderEliminar