viernes, 18 de febrero de 2011

Aprender a jugar

Me enseño a jugar ajedrez y adelanté los peones, moví las torres y los alfiles hacia el infinito, aprendí la libertad de la reina y la importancia y las limitaciones del rey, por último entendí los saltos esquivos del caballo traicionero. Me motivó a aprenderlo dejándome ganar convenientemente, pero no aprendí a jugar sino hasta que no se dejó ganar más y perdí hasta el hartazgo. Durante años insistía engañado por aquellas primeras partidas, convencido que podía ganarle y seguí jugando y perdiendo, al cabo de unos años me preguntó si no me aburría de perder todas la partidas y le respondí ¿no te aburres tú de ganar todas la partidas?.

miércoles, 2 de febrero de 2011

La mancha

Amaneció temprano porque el cielo despejado no entorpeció la intrépida irrupción de los primero rayos solares en aquella ciudad aún dormida, sin edificios que se interpongan en su camino, el sol pudo iluminar toda la ciudad de este a oeste proyectando las largas sombras de las bajas casas hacia el infinito.

Como siempre los dormidos gozarían de un par de horas más de sueño y los despiertos tenían un nuevo compañero que sin saberlo pasaría a formar parte de este último grupo por algún tiempo. Eran parte de los despiertos, el ordenanza que limpiaba lentamente las primeras aulas del único colegio municipal, el intendente que se preparaba un cargado desayuno, dos policías de guardia que tomaban mate con biscochos en la comisaría, el panadero que amasaba y amasaba junto a su fiel empleado, un par de barrenderos que se paseaban por las calles y ella. Ella no se despertó temprano, no se despertó porque tampoco se acostó, se quedó despierta toda la noche sentada en su pieza frente al espejo de la cómoda antigua de roble que le regaló su abuela. Entre el espejo y ella había una bolsa de hielo, un bife cortado grueso, cremas varias y todo el maquillaje que había en la casa.

Su bello rostro adolecente dejaba sobresaltar una inmensa mancha bordó rojiza que rodeaba su ojo izquierdo, aún se notaban las marcas de los nudillos sobre sus cejas, se había peinado, lavado, maquillado, pero aquella mancha se había obstinado con su rostro, se agrandaba y lejos de desvanecerse se fortalecía.

Me duele el golpe, pensaba, me avergüenza amarlo todavía, que voy a decir en el trabajo, que voy a decirle a mamá, que voy a decirle a mi amiga, (suena música de calamaro), se enciende la luz del celular y en la pantalla aparece: “mi chico”. No atiende, le duele el orgullo de sus propias palabras condenando la cobardía de su amiga, le duele ser ella la cobarde. La chica independiente que conquistó el puesto de encargada del sector cobranzas, no podía llegar a la oficina con semejante manchón en la cara, le duele no poder dejarlo, no poder odiarlo, le duele la indignación consigo misma.

En el oeste el sol se esconde lentamente en una hermosa tarde despejada, para ella haber faltado al laburo es inconcebible, sigue sentada frente al espejo observando su rostro manchado y cansado. El tiempo ha pasado volando, entre el dolor y el pensar, entre la vergüenza y el orgullo, entre la cobardía y la indignación. Calamaro ha sonado varias veces, primero “mamá”, luego “negra”, un par de compañeros del laburo, “mi chico” varias veces y otros números que no estaban en el directorio. La noche se hace eterna, el tiempo se congelo, su cabeza se tambalea de lado a lado, pero no se duerme, el dolor se hace más intenso, refriega el maquillaje sobre el manchón, duele. La noche es larga, piensa que en el trabajo ya nadie la respetará, su lucha ardua por aquel puesto arrojada a la basura en un santiamén, imagina los rumores de la oficina defenestrándola, haciendo de aquella chica segura el hazmerreir de Cobranzas, ha perdido la posibilidad de otro ascenso, ha sentenciado su carrera. Si no lo hubiera enfrentado tan sagazmente, hubiera evitado su furia, quizás no hubiera pasado de una rencilla inocente como tantas, le duele su indulgencia, el dolor ha conquistado su rostro y se ha convertido en una migraña insoportable.

Un nuevo amanecer más bello bañó las calles de la ciudad, la primavera aportó lo suyo para completar la decoración de la plaza principal, donde todos daban la vuelta del perro los domingos, los despiertos de siempre, en silencio estaban lejos de sospechar el dolor de ella. Allí, seguía despierta sin poder moverse de enfrente de aquel franco reflejo de una realidad que se deterioraba, ahora se sumaban inmensas ojeras en composé con la mancha. No dejó de sonar calamaro y luego el timbre, la que más insiste es su madre, sabe que le molesta que la hostiguen, no es la primera vez que desaparece por varios días, pero nunca ha faltado al trabajo sin avisar. Mi madre no me perdonará si no lo dejo, piensa, no podrá entender mis sentimientos, este amor incondicional y perverso, si me hubiera golpeado donde yo pudiera esconderlo con mis ropas, porqué en la cara, porqué en el rostro, porqué un ojo en compota, nada más evidente, maldita suerte, maldito destino que me condena, se ve a sí misma como la mujer golpeada que solía ridiculizar, no puede odiarlo y se odia por ello.

Débil, cansada y dolida no tiene fuerzas para sobrellevar despierta una noche más, quiere atender el teléfono pero le duele tanto el cuerpo que no puede levantarlo, soy igual a todas piensa, solo he estado fingiendo ser una mejor mujer, soy esclava de mis circunstancias. Mira el reflejo de su rostro manchado, ojerudo, hinchado, excedido en maquillaje, le repugna su imagen, siente el hedor del bife que ha comenzado a podrirse, el dolor se ha apoderado de su cuerpo, de la imagen reflejada en el espejo y ha doblegado su espíritu, no tiene agallas para el suicidio pero tampoco tiene fuerzas para salvarse.

Mientras tanto en la ciudad un nuevo amanecer comienza, sus ojos han vencido la inercia y permanecen abiertos, el espejo le devuelve una imagen confusa de una mujer desfigurada por los golpes, una decena de años mayor a ella y una expresión de dolor inconfundible, si tuviera fuerzas la mataría sin más, la mataría porque la odia y la mataría para dejar de sufrir. Ella no percibe sus labios resecos, su boca empastada, su corazón acelerado, el repugnante olor de sus secreciones, con la mirada clavada en su mejilla vio desmoronarse la imagen que tenía de sí misma, sigue amando a ese cobarde infinito que la golpeó y lo perdonaría, pero no se perdona no odiarlo y más dolor siente y se resiente. Ajena a su tormento la ciudad impuso su siesta, vació las calles de asfalto y tierra y un silencio de ultratumba invadió el espacio, pudo sentir el silencio, el vacio, la siesta, como flashes fotográficos pudo ver su rostro joven nuevamente detrás de la imagen confusa de esa mujer mayor desfigurada por los golpes cuando bajo sus brazos, cerró sus parpados y se desvaneció a los pies de la cómoda antigua de roble que le regaló su abuela.